Heredero de Felipe II al que su propio padre ELIMINÓ PARA QUE NO REINARA: Carlos de Austria

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  • 12 noviembre, 2017

A nuestro protagonista le han hecho pasar de puntillas por los recovecos de la Historia de España, pese a su innegable importancia. Es preciso retrotraerse a enero de 1568 para rescatarle del macabro olvido.

Se trata de un joven de veintitrés años, demacrado y febril, que se pasea semidesnudo horas enteras de día con los pies descalzos por sus aposentos privados en el regio alcázar de Madrid, donde ha sido confinado de por vida.

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Previamente, él mismo ha encharcado el pavimento arrojando, uno tras otro, cubos enteros de agua. Por la noche, consigue que le pongan un calentador lleno de nieve, con cuya frialdad parece encontrar cierto alivio a su encierro. Por si fuera poco, ingiere a menudo cubitos de hielo, como si fuesen caramelos.

Su mirada extraviada es señal inequívoca de que ha perdido la razón, desde que sufrió años atrás una grave caída por las escaleras que le dejó largo tiempo sin sentido; y su forma de caminar, inclinado y renqueante, muestra el deterioro de su columna vertebral a raíz también de una malaria padecida en el ecuador de su adolescencia.

Esta especie de Quasimodo español tampoco prueba bocado durante días enteros y come luego en exceso, como si no le importase poner fin a su vida con una terrible indigestión.

Al cabo de seis meses, el 24 de julio para ser exactos, poco después de la medianoche, hace llamar a su confesor y tras golpearse el pecho con escasa energía pide perdón por todas sus culpas, que son muchas. Acto seguido, cae fulminado de espaldas como un rayo.

¿Qué acto tan oprobioso ha cometido este infeliz para poner fin a sus días con semejante castigo? ¿Acaso es el peor de los asesinos?  ¿De quién hablamos entonces…?

Pásmese el lector: nuestro infortunado protagonista es nada menos que el primogénito del rey Felipe II y heredero del trono: el príncipe de Asturias don Carlos de Austria, hijo también de la princesa María de Portugal, fallecida a causa del alumbramiento.

Meses atrás, el rey Felipe II en persona ha leído un terrible informe en sus dependencias privadas del Alcázar madrileño. Firmado de puño y letra por el licenciado Diego Briviesca Muñatones, consejero de Castilla, asegura éste en el lapidario documento que su propio hijo está involucrado en un complot para arrebatarle el trono e incluso acabar con su vida. El gesto de pesadumbre y dolor del monarca es palmario al detenerse en una sola palabra estampada con mayúsculas a mitad del texto: “Parricidio”.

Poco después, por mandato de Felipe II, se forma una causa judicial contra el príncipe Carlos a la que he tenido acceso al cabo de casi cinco siglos, por increíble que parezca. La Comisión estaba presidida por el propio rey e integrada también por el cardenal Diego de Espinosa, inquisidor general y presidente del Consejo de Castilla, Ruy-Gómez de Silva, príncipe de Éboli, el duque de Pastrana y otros nobles. Las reuniones provocan intensas discusiones entre los partidarios de la absolución y la condena.

Finalmente, el veredicto es tan rotundo como inapelable: “Culpable de alta traición”. Felipe II esgrime una mueca resignada ante su doble condición de rey y padre. Es consciente, muy a su pesar, de que acaba de condenar a muerte a su propio hijo, a quien la Historia de España dedicará, en un alarde de hipócrita “generosidad”, una miserable nota a pie de página. El príncipe que no pudo, o más bien no le dejaron reinar.

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