
Fuente:Revista de Historia
Híspalis fue hasta el final de la República romana, una ciudad modesta. Entonces, la guerra civil que se desató en el seno de la República romana entre el bando de César y los partidarios de Pompeyo, vino a cambiar las cosas para la ciudad del río Betis.
Entre el 49 y el 45 a. de C. el mundo romano vivió uno de sus memorables hitos históricos, la Segunda Guerra Civil en la que la vieja República, ya agonizante, se enfrentaba a un nuevo camino, aún no muy definido, encarnado por Julio César. Híspalis se vio afectada por este acontecimiento porque la mayor parte de su élite eligió el bando pompeyano, lo que quiere decir que eligió el bando perdedor
Las consecuencias de una traición de este calibre no podía ser ninguna nimiedad. Los romanos no se caracterizaban por su magnanimidad. Lo que sucedió una vez que César derrotó a Pompeyo en Híspalis fue que la ciudad, con toda probabilidad, fue limpiada de todo elemento subversivo. Una parte importante de su población debió morir o bien fue obligada a exiliarse. Con la ciudad ya derrotada, diezmada su población y sometidas sus élites, César se aseguró que ningún poder autóctono pudiera oponérsele o aliarse a sus enemigos, por lo que borró la cultura y las tradiciones locales, impidió que se siguieran haciendo las cosas como siempre se habían hecho, e impuso la romanidad en Híspalis. Se trató de subir al siguiente nivel en su opresión sobre la ciudad, y en general, sobre la provincia.
Esta conquista, masacre y sometimiento llevadas a cabo bajo las órdenes de Julio César es lo que la tradición local, apoyada en las crónicas e historiografía sevillanas, interpreta como la gloriosa fundación de Híspalis por César, y por eso este famoso dictador romano está en lo alto de una de las columnas de la Alameda de Hércules y aparece en diversos monumentos en la ciudad.
Pasado el dramático y súbito cambio que vivió Híspalis, entrar de lleno en el enorme engranaje del Imperio romano benefició la economía de la ciudad. El proceso de incorporación fue lento, y hubo que insistir con más colonos, en esta ocasión importados por el emperador Augusto unas décadas después de César, pero al final la pieza encajó a la perfección, y las ruedas dentadas que eran el río y su puerto, impulsadas por la fuerza motriz de la esencia mercantil de Híspalís, volvieron a funcionar a un nivel que hacía siglos que no ocurría, y gracias en gran medida al lubricante romano. O mejor dicho, al lubricante aljarafeño. El principal producto que se extraía de la fértil comarca del Aljarafe sevillano era uno de los mejores aceites del Imperio. Los olivos, heredados de los fenicios, cubrían ya esta zona limítrofe con la nueva colonia romana, y su producto fluía a través del reactivado puerto hispalense, para surtir al enorme estado romano.
El secreto para el éxito fulgurante y sostenido de este producto fue el entrar en la anona, el sistema romano para el reparto de determinados productos básicos, como el trigo o el aceite, que por lo tanto estaban estatalizados y su exportación garantizada. Con este motor económico asegurado, Híspalis creció y llegó a convertirse en la urbe de referencia en la provincia Bética durante los primeros siglos del Imperio romano, al menos en lo que atañe al comercio y economía.
Y el ascenso de Híspalis en el seno del Imperio fue un aspecto más en la importancia que fue cobrando toda la provincia, que se convirtió en una de las más influyentes de todo el Imperio. Digamos que si Roma hubiera sido Nueva York, la Bética habría sido California. Y no sólo por la riqueza que aportó el aceite y el comercio, sino que este éxito económico se trasladó en el siglo II a la esfera política. Simplificando mucho, pero bien, el Imperio llegó a estar controlado por las élites patricias hispanas, específicamente béticas, durante gran parte de ese siglo.